Tengo el gusto de compartir aquí el artículo que me han publicado la REVISTA DE TERAPIA GESTAL que en su edición anual, la nº 37, está dedicada al «Movimiento Vital».
Es esta una publicación técnica que auspicia la AETG (Asociación Española de Terapia Gestalt) y que llega a miles de Psicoterapeutas, Gestaltístas y de otras ramas de la psicología tanto en Europa como Latinoamérica, por lo que supone un aporte entre colegas de oficio y personas interesadas en crecimiento personal muy interesante para la continua actualización de conocimientos, saberes y experiencias, con las que nos vamos enriqueciendo y nutriendo unos/as con otros/as.
Os dejo también el link con la página de la AETG donde podéis encontrar mucha más información al respecto del tema, también de su actividad y de la de los que somos miembros. https://aetg.es/gestalt/recursos/revista.
Y a partir de aquí, el artículo:
Un camino de resignificación transformadora. Movimiento Armónico Expresivo, Movimiento Auténtico.
A base de talleres intensivos y horas de terapia, estoy siendo capaz de recordar cada vez más mi pasado. Mi infancia estaba escondida en el baúl de «no volver a mirar» por lo doloroso de algunos acontecimientos. Mi pubertad y adolescencia yacían ocultas tras un disfraz de pretendida «etapa feliz».
La verdad de mi salida al mundo de los adultos había sido maquillada por los mecanismos de defensa de mi ego para no recordar la dificultad. Coloreándola, pretendía que no me afectaba y podía así dirigir mi vida hacia el éxito social. Me he podido dar cuenta de que la motivación básica para tanto esfuerzo era demostrarle a mi padre que no tenía razón y que yo «sí que valía».
Con este artículo testimonial quiero compartir mi movimiento corporal y de transformación. Movimiento que se traba o ralentiza, y vuelve a fluir con rapidez inesperada. Que me acercó a los abismos más profundos de mi herida y me elevó a paraísos celestiales trayendo bálsamo y sanación. Movimiento a través de mi cuerpo, producido por mi cuerpo, percibido con mi cuerpo. Ya dice María Adela Palcos, creadora de Río Abierto, que «la vida es movimiento y el movimiento es vida». Movimiento que, como afirma mi maestra, Graciela Figueroa, «es espacio, y el espacio está lleno de movimiento».
El origen de mi personalidad mecánica.-
Mis primeros recuerdos… son de una gran vitalidad corporal, como la mayoría de los niños antes de sufrir domesticaciones o traumas. Me veo, en las fotos y filmaciones familiares, inquieto, espontáneo y bromista, alegre y con curiosidad. Cuentan que no paraba quieto, que era un «lambrijas», siempre corriendo de un lado para otro, brincando, vivaracho, con ganas de jugar, queriendo experimentar. Mi cuerpo era ágil y espigado.
Vengo de una de esas familias en que la posguerra no trajo hambre, pero sí carencia y estrechez. Mis padres manejan ideas del tipo: «Si comes, todo irá bien». A mi madre, sobreprotectora y con poco nivel cultural, más que nutrirnos le gustaba atiborrarnos de comida, sintiéndose satisfecha de vernos comer, de «cebarnos». Mi padre soltaba, en las celebraciones familiares, para hacer la gracia: «Anda que no te tuve que pegar para que comieras… Y luego… te tenía que dar para que no comieras». Risas.
La violencia de mi padre, de extremos que entonces formaban parte del «domar» a los hijos, fue dejando huella en mi interior, en mi cuerpo y en mi manera de moverme. Entre los nueve y los once años, consideró que yo «ya no era un niño» al que permitir sus «tonterías infantiles». Empezó a exigirme ser el hombrecito que él esperaba.
Los golpes eran lo de menos. El daño emocional superaba al físico. Para sobrevivir emocionalmente a su régimen dictatorial, me congelé. Mi cuerpo empezó a engordarse, en un intento inconsciente de preservar al ser sensible que albergaba. Interpuso una barrera de grasa, de corte masoquista, para «aguantar» los gritos, insultos y humillaciones. Una resistencia pasiva —«no vas a poder conmigo»— se fue configurando corporalmente en una coraza de insensibilización ante las agresiones.
Daba igual lo que yo hiciera, siempre me iba a caer por algún lado. A veces mi hermana mayor me reprochaba haber hecho enfadar a mi padre y mi madre consentía las broncas, que concluían con un: «… y ahora, vete a tu cama», el lugar donde estaba a salvo. Se fue desarrollando un mecanismo de narcosis ante los problemas: congelamiento corporal, represión emocional, adormecimiento, somnolencia y desenergización. Me fui convirtiendo en un chico retraído, vergonzoso, con tono mortecino, inseguro, pasivo y pasota. Se acumularon los fracasos escolares…
… Y llegó el rugby a mi vida. Con él empecé un proceso de recomposición desde el sentimiento reparador de pertenencia a un grupo en el que era aceptado como uno más. Con el exigente entrenamiento para las convocatorias del equipo nacional, mi cuerpo de nuevo fue cambiando. «Me puse fuerte» y sentía una mayor autoestima debido a la hipertrofia muscular.
Tenía corpulencia, un pecho hinchado para esconder la debilidad y un poco de «morrillo» de tanto aguantar. Mis movimientos eran poco explosivos y la falta de flexibilidad propició múltiples lesiones en las rodillas y en la columna vertebral.
Encuentro con Río Abierto y el movimiento armónico expresivo.-
A la edad de treinta y seis años, llevando seis de terapia individual y a mitad de mi formación en gestalt, llegué al SAT 2, donde tuve que afrontar mi dificultad para fluir en «lo corporal». Una amiga-hermana de rasgo me habló de la formación de Río Abierto y decidí hacerla.
El primer año transcurrió entre descubrir mis dificultades y reveladoras experiencias a través del movimiento corporal. Incluí dos o tres clases extras a la formación, de modo que prácticamente «me movía» a diario. Era como si mi alma necesitase expresarse a través del movimiento y del baile. Sentía que era una de las primeras adicciones sanas que tenía, tras haber dejado el deporte de alto nivel.
Gracias a la parte de imitación guiada que incluyen las sesiones de Río Abierto y a la variedad de instructores, fui ampliando registros corporales y disfrutando del simple movimiento de una articulación o de la percepción de mis fluidos internos. El mundo de mis sensaciones corporales se enriqueció a través de las paradas de concienciación.
Componía sinfonías de movimiento dejando resonar la música en mis células, probando combinaciones de movimientos, concatenando el de una articulación con otro, jugando a la bilateralidad o explorando los planos anterior, posterior, lateral y horizontal. Aprendí a utilizar el espacio como parte de mi experiencia, a penetrarlo mientras observaba mi sensación, a «enloquecerme» dibujando garabatos con mis articulaciones en él, a sentirme recibido sin juicio por el espacio.
La gran paleta de elementos que se utiliza en Río Abierto me enfrentó a mis vergüenzas, a mostrarme, a dibujar mi experiencia en una cartulina a través de colores y formas, a dejar mi huella en un trozo de arcilla, a preparar una miniobra de teatro improvisada con algún compañero.
Vivir las diferentes plásticas que se manifestaban en mi cuerpo me ayudó a reírme de mí mismo, a tomar personajes que me aportaban cualidades que necesitaba incorporar a mi vida y a darme cuenta de los límites: a aprender a aceptarlos y a encontrar nuevas formas de cuidar mi cuerpo. También aprendí a aproximarme a otro cuerpo «viendo» a la persona que lo habita, a tocarlo con inocencia y destreza a través del masaje o de las pautas de reeducación postural, y a aplicar eso en la relación con mi cuerpo y sus necesidades de cuidado, respeto, movimiento, parada…
Fueron años de enfrentarme a mis miedos, de nutrirme de nuevos recursos y de una mirada amorosa hacia mi dificultad. Algo que fue posible gracias a la presencia de los/as compañeros/as y formadores/as y, sobre todo, al «sí» incondicional de mi maestra: Graciela Figueroa, directora de Río Abierto España y responsable de la formación, que cuidaba nuestros procesos amorosa y sabiamente.
Por fin mi cuerpo se expresaba de nuevo con una libertad que ya no recordaba. Danzaba con la inocencia de un niño, jugaba con mis compañeros con vitalidad exultante y sin juicio. Experimentaba un éxtasis místico y temblaba de placer al moverme, me emocionaba profundamente, y aprendía a sostenerme en ese lugar de vulnerabilidad y exposición, con la confianza de que no iba a ser maltratado, entregándome a las experiencias con intensidad. Viví descargas de rabia, de llanto y de risa, catarsis agotadoras y momentos de serenidad. Sentía que «si no me movía, si no bailaba… me moría».
Moverme sin la persecución de mi juez interno resultaba liberador. Abrirme a mirar a los demás sin enjuiciar era un gran descanso. Y compartir desde ahí el movimiento: abrazar, bailar y retozar, me permitía disfrutar intensamente. La sensibilidad que se estaba despertando en mí traía también momentos de gran dolor emocional: el encuentro con las huellas de mi pasado, las Gestalts inconclusas de tantos años de represión, castigo y humillación… Afrontar el sentimiento de abandono de mi infancia y descubrir los recursos para superarlo fue reparador.
Mi cuerpo se volvió más sensible y perceptivo. La intuición corporal y emocional fue aumentando y poniéndose de nuevo al servicio de mi ser. Cada vez me enteraba más de lo que me pasaba dentro… de qué sentía y de dónde lo sentía, preguntas paradigmáticas en nuestro hacer gestáltico.
La música, un apoyo fundamental en el sistema Río Abierto para arropar o dirigir la propuesta de trabajo, supuso un descubrimiento al que abrirme plenamente. Del mismo modo mi voz, tanto tiempo ausente y ahogada, se hizo presente en el proceso de recuperación de mi ser. Pude observar mi dificultad para expresarme con espontaneidad, cómo los juicios me silenciaban, el nudo que se instalaba en mi garganta en situaciones emocionalmente difíciles… Poder sonar en mi voz, dejar que sonase a pesar de la emoción o precisamente embargada por ella, gritar, cantar, vocear, susurrar, pronunciar palabras sin sentido, probar voces como quien prueba diferentes yoes… Es verdad que durante este periodo de liberación del Centro Laríngeo, del 5º chakra, parecía que «no tenía pelos en la lengua» y por momentos me metía en problemas, pero… también era capaz de expresar lo que sentía sin tanta censura, sin tanta desconexión como arrastraba.
Fueron etapas de transformación en lo corporal, en mi movimiento y en mi ser, que me llevaron a querer ofrecer un poco de lo que había podido recibir, de los aprendizajes que se habían hecho cuerpo y me habían salvado la vida. De modo que comencé la aventura de facilitar clases de movimiento.
La vuelta a casa (cuerpo). Mi movimiento auténtico.-
En aquel SAT 2 había conocido el movimiento auténtico de la mano de Andrés Waksman, y buscando un grupo en el que profundizar contacté con mi maestra, Betina Waissman.
Es una propuesta aparentemente simple pero de una gran profundidad y sutileza. Por lo general, una parte del grupo se mueve con ojos cerrados durante un tiempo estipulado, dentro de un espacio vacío, sin estímulos externos, en un clima silencioso y de respeto, teniendo al resto de los participantes y al/la facilitador/a como testigos de su movimiento. Este formato y sus rituales favorecen la inmersión en el inconsciente de cada una de las personas que se mueven dentro de este «circulo de testigos», que opera como contenedor y sostenedor de la experiencia.
En la disciplina de movimiento auténtico (línea que desarrolla en España Betina desde hace más de veinte años) se suman además el trabajo con la palabra a la hora de dar testimonio y el desarrollo del camino místico que puede abrirse en los participantes con más experiencia y deseo de profundización. Rituales al gusto del/a facilitador/a (una vela como símbolo de Luz, caminadas, gestos de anclaje) ayudan a «sacralizar» lo vivido, facilitando el darse cuenta cada vez más profundo, la asociación con asuntos arquetípicos o las sincronicidades y geometría de algunos movimientos en los que se da la presencia del Misterio y el Arte.
Enseguida me di cuenta de lo diferente que era esta práctica de frecuencia mensual, en encuentros de cinco horas y pocos participantes, del «pelotazo» que viví en aquel intensivo y multitudinario SAT. Pero aun con la frustración que mi ego me hacía sentir, por la menor intensidad, dada la menor cantidad de estímulos y de encuentros con compañeros/as, la cosa me fue enganchando. Era como si cada vez, de un modo más inexplicable, mi corazón renovase mi compromiso de asistencia al siguiente encuentro, a pesar de los cientos de razones en contra que aparecían en mi cabeza.
Empezó este espacio a convertirse en uno donde tocaba, cada vez más inevitablemente, con mis asuntos pendientes. A veces me permitía integrar los contenidos removidos en mi terapia individual, otras formaciones o mis relaciones personales del momento. Otras resultaba un encuentro brutal con el Vacío y lo Misterioso, donde sentía una «vuelta a casa», un descanso en mi ser… y el rebote de mi ego, puesto contra las cuerdas.
En ese espacio inexplicable, brutalmente auténtico, me encontraba sí o sí con lo que había: La parálisis corporal, mi buscar el contacto para evitar el vacío, mi rellenar con actividad evitativa el tiempo de exploración por miedo a lo que pudiera aparecer, la actuación pseudoauténtica por vergüenza a mostrar… En algunos momentos, sólo la Luz que percibía en la mirada limpia y sin juicio de Betina, y algunos testimonios que escuchaba, me ayudaban a continuar.
Este formato me confrontaba de manera mucho más cruda con el Vacío, ese lugar donde la quietud se convierte en encrucijada, en un torrente de posibilidades para encontrar mi movimiento auténtico, aquel que llega desde un lugar íntimo e inexplicable. Ese que trae consigo el darse cuenta gestáltico.
Este espacio de movimiento auténtico resultó enormemente rico en la exploración del eterno baile interno entre la Entrega y la Voluntad. Al carecer de los estímulos externos del movimiento expresivo, el encuentro con el vacío permite poner más conciencia aún en el origen de cada movimiento, en la causa de cada parada, en lo que motiva cada paso, en la traba y en la interrupción, en el movimiento interno que se da en un cuerpo aparentemente quieto. Aumenta pues el foco de conciencia en nosotros mismos.
Otra de las bondades de este trabajo es el desarrollo del testigo interno. Fui desarrollando más capacidad no sólo de darme cuenta de lo que vivía en cada momento sino de recordarlo más vivamente, gracias al trabajo con la palabra y a la práctica del zoom en un sólo fotograma de la película vivida, en el círculo de testimonios. Mi conciencia empieza a ser cada vez más capaz de recordar la postura corporal, la posición de cada brazo, de cada pie, y aumenta así la sensación de lo vivido.
Se abría un espacio de mayor escucha, de atención más fina. Para mí, estaba entre la meditación (donde dejar de hacer, observar la actividad de mi mente y no reaccionar a los efectos mentales manteniendo la quietud corporal) y el movimiento expresivo, donde encontraba un cauce para las necesidades expresivas de los contenidos internos que se movían en mí, poder jugarlos en relación con el espacio o con otros y, al ponerlos fuera, transitarlos hasta, llegando a otra cosa, transformarlos.
Aquí, en el movimiento auténtico, la experiencia era diferente; a veces, de gran sutileza y profundidad. O la aridez o la sensación de vacío me inundaban, invitándome a transitarlas, a permanecer. Y toda la gama de movimientos sutiles, de trabajo con lo simbólico, lo imaginativo, los contenidos del subconsciente… Todo un viaje hacia mi yo más profundo y más desconocido.
Mi movimiento, por tanto, se completaba con este espacio, de manera que podía atender a todas las necesidades de mi cuerpo y de mi alma, avanzando en estas vías que, junto a la meditación vipasana (el no movimiento) iban trenzado el hilo conductor de mi transformación y mi crecimiento.
Cuando la traba vuelve a aparecer.-
Reconozco, con vergüenza aún, que tuve muchos momentos, llegadas estas etapas más avanzadas de mi transformación, en los que mi ego me hacía pensar que «yo ya estaba trascendido», que estaba cerca el momento en el que «no tendría tantas dificultades y fluiría en total libertad». Pobre de mí.
La dificultad para apartar mi ego del cotidiano, a pesar de los muchos trabajos de conciencia y terapia, hacía que tropezase una y otra vez en la misma piedra. El sentirme especial, por encima de los demás, mejor preparado, o el empeño egoico de mantener una imagen idealizada de mí para poder enfrentarme al mundo (sin atender a mis limitaciones reales) y conseguir mi propósito de vivir de esto de la terapia y el crecimiento personal, se interponían en mi día a día.
Me debatía a lo largo de las sesiones de movimiento, entre dulces y lúcidas experiencias de conexión y autenticidad, con encontrarle un sentido a lo que encontraba o me invadía una profunda desesperanza, una sensación de falsedad y de estar muy al inicio de mi camino, como de no estar enterándome de qué era lo que estaba viviendo.
Como el crecimiento no es lineal, sino en espiral, pasaba una y otra vez por mis dificultades y trabas, que me resultaban fastidiosas y desestabilizadoras. Mi maestro Claudio Naranjo nos compartió unas palabras de Gurdjieff que venían a describir perfectamente esa etapa: «Al inicio el buscador encuentra rosas en su camino y luego, más adelante… encuentra espinos, espinos y espinos…».
Los momentos de aridez se hicieron más frecuentes y profundos. La parálisis se hizo fuerte en mi interior y se manifestaba a cada rato en mi movimiento corporal y vital. El miedo se apoderó de mí como nunca lo había sentido.
Fueron meses, años, de sufrimiento callado. De minería en mi terapia individual y en los grupos de formación. Llegó la noche oscura del alma de la que hablan algunos místicos, sin que hubiera tenido yo una de sus iluminaciones. Y esa oscuridad invadió también mis espacios de exploración, que pareció involucionar.
La desesperanza se apoderó de mí y mi ego «orgulloso» se frotaba las manos: «¿Ves?… No merece la pena, te iba mejor conmigo. Déjame los mandos de nuevo… Sabes que yo podría sacarte de aquí, como tantas veces. ¿Te acuerdas? Nos juramos no volver a sentirnos así…».
Fue un impasse gestáltico a lo grande, en lo más profundo, que tiñó lo profesional y la pareja, mientras el sostén económico estaba terminándose. Por suerte, y para sorpresa mía, la consulta se mantenía en mínimos que me permitían mantener mis actividades a la vez que me ofrecían tiempo para digerir estos procesos. La Vida no quería que me saltase esta oportunidad de vivir esta traba con toda la vulnerabilidad que fuera capaz de sostener y para ello me cuidaba en la conservación y en los tiempos para mí.
En muchas sesiones contactaba con el miedo a hacer propuestas, a participar o a exponerme. La desnudez, la desprotección, se hacía tan difícil de sostener que empecé a buscar refugio en mi casa (antes un lugar casi de paso), en espacios de uno a uno y en la meditación, la oración y la retirada en soledad. La sensación de vulnerabilidad extrema se manifestaba en un movimiento de retracción a todos los niveles.
En las fases guiadas de Movimiento Expresivo me agarraba el juicio hacia el instructor y me desvitalizaba el no poder soltarlo más que por momentos de respiro transitorio. Mi ego les cortaba la cabeza a los facilitadores, menospreciaba a los compañeros y me costaba moverme físicamente hasta cuando mi terapeuta me proponía cambiar de silla.
En las fases de expresión libre me percibía mecánico en mis movimientos. Me juzgaba por lo poco creativa que sentía su concatenación en el baile. Me daban ganas de pararme y dejar de sufrir, de darme por vencido, de no volver a aparecer más por una sesión de Movimiento. La repetición, tan necesaria para el aprendizaje, me confrontaba con la parte de mí que se sentía torpe y poco original hasta resultarme un calvario: «¡Otra vez aquí! ¡Joder!, ¿aún estoy con esto? Yo ya debería estar en otro lugar…». Había perdido el lugar de aprendizaje amoroso y aceptación cálida de mi ritmo y necesidad.
En Movimiento Auténtico sentía el vértigo de volver a todo el cuestionamiento interno de si lo que aparecía era auténtico o no. Estaba mucho tiempo parado físicamente mientras mi cabeza no paraba de maquinar, juzgando y reprimiendo cualquier tipo de impulso que pudiera aparecer… Revivía la parálisis de cuando las broncas en casa… Me había tragado a mi padre. Me estaba haciendo lo mismo que él me hizo a mí. El «martirio chino» con que él me hostigaba me lo estaba infringiendo a mí mismo… y lo peor es que no sentía escapatoria. No sabía cómo salir de ahí.
La traba volvía a aparecer pero ahora los mecanismos de defensa se habían refinado a tal punto que casi no me daban opción. Me juzgaba duramente por cada cosa que hacía, poniendo en duda la autenticidad de mis sentimientos, de mis opiniones… Fueron meses de llanto desconsolado en el regazo de mi terapeuta, un manantial de frustración y rabia. ¿Dónde estaban todos mis recursos? ¿Para qué tanto esfuerzo?
Mi maestro Claudio Naranjo me permitió comprender mi «viaje» a través de su propuesta de trabajo con mi rasgo de carácter, al que le viene bien esta caída, este desmonte, por duro que haya sido y esté siendo aún en algunos momentos.
El trabajo corporal en general, y el movimiento expresivo y el movimiento auténtico en particular, no deja escondite posible para quien de verdad quiera mirarse. El cuerpo y su movimiento manifestados en el espacio, ante la mirada de un facilitador diestro en observar, evidencia las trabas, los cortes de energía y las mecanicidades con más rotundidad que el discurso hablado. Y eso… puede ser frustrante.
Conciencia, perseverancia y apoyo amoroso.-
En estos infiernos de desolación, fueron muchos los momentos en que pensé en abandonar, pero si algo he aprendido en estos años de transformación es que no hay vuelta atrás. Podemos tomarnos un respiro o cambiar de rumbo, pero toca seguir adelante con lo que hay, aceptándolo, y confiar en que algún día el desierto de las dificultades se vuelve menos árido.
Inmerso en un maremoto de desconcierto y desesperación, me costaba identificar con claridad lo que me hacía bien y lo que no. Me ayudó a sostenerme poner conciencia y ver lo que estaba pasando como un macrociclo gestáltico, que contenía ciclos más pequeños.
Por cabezonería me di la oportunidad de cultivar la constancia y la disciplina (tan escasa en mi rasgo de carácter). Así me he ido posicionando poco a poco en un lugar interno de más inocencia, más responsabilidad y más tierra.
Apenas hace unos meses que siento que estoy logrando salir, ¿a gatas? de esta etapa de devastación interna. Agradezco a Dios, a la vida y a mis pacientes haber podido seguir ejerciendo. Parecía que cuando peor estaba mejores sesiones salían. Creo que estas crisis me pusieron más humano. Más cercano y vulnerable… a todo.
Abrirme a los testimonios de mis alumnos en los grupos y ver la transformación en las vidas de mis pacientes me da aliento para seguir con mi proceso y con el llamado de mi corazón de dedicarme a ello en cuerpo y alma.
También, la mirada de aliento de mis maestros y… el apoyo y la confrontación amorosa y firme de mi terapeuta en estos últimos cuatro años, Enrique de Diego, que con sencillez, cercanía y respeto me ha acompañado a ir reconstruyendo mi autoestima. Agradezco a mi supervisora, Annie Chevreux, cuya intuición y honestidad me ha ayudado a diferenciar la parte de mí que podía ponerse al servicio de mis pacientes y la que debía apartar para que no interfiriese.
Desde hace poco encuentro de nuevo placer en danzar. Estoy recuperando la capacidad del trance a través del movimiento. Con menos miedo de mirar para adentro, los paisajes son cada vez menos desérticos.
Este recorrido vital ha conformado mi hacer terapéutico en el respeto al ritmo de cada cual, la mirada compasiva hacia la traba que se manifiesta en el cuerpo, y la mirada analítica sobre el movimiento o la ausencia de él en los diferentes segmentos corporales y áreas de la vida. Es algo que me requiere atención porque la tendencia caracterológica es otra. A veces parece que «esto no se termina nunca»: Paciencia con mis asuntos, constancia en el esfuerzo, respeto a mis ritmos internos, amor para conmigo y mis dificultades…
«Nunca mares calmos hicieron buenos marineros».
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